sábado, 14 de febrero de 2009

Chile (I): de Santiago a Puerto Varas

Llegó la hora de empezar el camino de vuelta. Desde el dia en que dejamos Barcelona hace ya ocho meses, siempre vimos el cruzar el Oceáno Pacífico como símbolo inequívoco de que todo en esta vida tiene un fin, y de que éste, nuestro viaje, tendrá que acabar algún día. A partir de ese momento, cada autobús, avión o tren que cogiéramos dejaría ya de alejarnos de casa para ahora irnos acercando a ella poco a poco. La diferencia horaria no incrementaría más sino que iría disminuyendo. Ya no contaríamos los meses que llevamos viajando sino los días que nos quedan.

Con ese encuentro de sentimientos (el saber que de algún modo ya estamos deshaciendo el camino pero sabiendo que lo mejor aún está por recorrer) nos subimos a un avión en el que sobrevolaríamos el Pacífico hasta llegar a Santiago de Chile, donde aterrizamos con una doble sensación de dejà vu. Por un lado, porque despegamos a las 17.00 del 21 de diciembre y llegamos a las 11.00 de la mañana del mismo día 21. No hay error. Literalmente, vivimos un dia dos veces. No deja de ser más que otro dato curioso para un año lleno de curiosidades; por otro lado, porque Santiago tenía algo de familiar. No es la lengua, no es la gente. Es el la sensación de haber aterrizado en la España de hace veinte años: esas antiguas cabinas de Telefónica, azules, tan difíciles de ver hoy en día en cualquier ciudad española; oficinas del Banco Santander y el BBVA un tanto descoloridas; gasolineras Repsol YPF que parecen los deshechos de las españolas...todo Santiago huele a España, pero a la antigua. No solo viajamos en el espacio; ahora también en el tiempo.

En Santiago nos hospedamos en el hostal Ché Lagarto, cuyos empleados son tan simpáticos como su nombre. El trato y carácter de la gente fué, de hecho, el cambio que más notamos al aterrrizar en Chile. Si bien el simple hecho de poder comunicarnos en nuestro propio idioma ayuda, la verdad es que los chilenos (y los suramercianos en general, más tarde confirmaríamos) son gente muy tranquila y abierta con la que es fácil llevarse bien. De todas maneras, la patria es la patria, y por ello el primer coleguilla que hicimos en Santiago fué Jorge, de Bilbao, un tipo muy majete que se gana la vida haciendo de guía turístico en Berlín y que estaba un par de meses de vacaciones por Suramérica.

Con Jorge nos tiramos a la calle, nuestra especialidad. Visita de rigor al Museo de Arte Precolombino y callejeo por el centro de Santiago, donde tuvimos la suerte de presenciar un concurso de cueca (el baile nacional chileno), para el que Barbe fué escogido como parte del jurado. Aún sin tener ni pajotera idea de tal baile, fué, sin duda, el miembro con más criterio del jurado, la verdad sea dicha. De hecho, no fué ninguna casualidad que fuera escogido como jurado: los chilenos parecen tener un olfato especial para identificar a españoles porque, al día siguiente, unos cómicos nos cogieron como conejillos de indias para su espectáculo, también en la calle. ¿Por qué? Pues porque ya fueran bailarines, cómicos, o circenses, todos acababan pidiendo algún euro suelto.

También con Jorge nos embarcamos en nuestra primera salida nocturna en Suramérica, para darnos cuenta, al tiro ("en seguida", en jerga chilena), de que la seguridad en tierras suramericanas es otra historia. En realidad no tuvimos ningún percance serio, pero la sensación de estar siendo observados no nos abandonó en ningún momento durante nuestras noches en Santiago. La segunda sorpresa que tuvimos de noche fué la afinidad que las mujeres (o niñas) chilenas tienen por todo lo español y, imaginamos, lo europeo en general. Basta con decir que eres español para que las niñas te asalten, cosa que también está estrechamente relacionado con el euro, ahora tan venerado en la mayor parte del mundo. Triste pero cierto.

Durante estos primeros días en Santiago tomamos una decisión que se puede calificar como importante: nos separaríamos. Nos separaríamos durante un mes, desde el 28 de diciembre hasta finales de enero (cuando nos volveríamos a reunir para recorrer Brasil), por varias razones. Una, porque Prada se empeñó en visitar la Patagonia chilena (en concreto el Parque Nacional de las Torres del Paíne) y Barbe en pasar el fin de año en Valparaíso, cosas incompatibles por cuestión de fechas. La segunda, porque la madre de Barbe llegaría a Argentina (siguiente destino, tras Chile), a mediados de enero, por lo que Barbe tendría que estar en Buenos Aires para recibirla para esas fechas, y estando Prada a unos 3.000 km al sur de Buenos Aires (tocando casi la Antártida) la reunión no sería fácil. Y la tercera porque, para qué engañarnos, sin ser estrictamente necesario, un descanso el uno del otro tras ocho meses de convivencia no nos podía venir mal. Y así decidimos que nos separaríamos al cabo de una semana.

Tomada la decisión, y teniendo en cuenta que Barbe pasaría el fin de año en Valparaíso y Prada en algún lugar de la Patagonia, el último se fué un par de días a dicha ciudad para conocer la que se conoce como la ciudad más bonito de Chile. Barbe, por su parte, se quedó con Jorge en Santiago, dónde nos reuniríamos para pasar la Navidad juntos.

El recorrido de Prada por Valparaíso fué bastante memorable. Es una ciudad (un pueblo gigante, más bien) costera cuyo puerto fué uno de los más importantes de América antes de que se construyera el canal de Panamá. Alrededor del centro, que se sitúa junto al puerto, decenas de colinas se elevan sobre la ciudad como una muralla natural. Miles de casas de colores (sobretodo rojas, azules y amarillas, por alguna extraña razón) tiñen las colinas y dotan a la ciudad de unos aires carnavalescos difíciles de encontrar en cualquier otro lugar. Quizá por ello fué la ciudad talismán del Pablo Neruda, cuya casa (una de tantas, en realidad), la Sebastiana (la cuál Prada visitó), se encuentra en una de las colinas más altas. De hecho, todavía nos preguntamos como podía subir el tipo hasta allí, porque la subida que hay que recorrer es digna de la etapa más dura del Tour de Francia.

Mientras tanto, en Santiago, Barbe y Jorge aprovecharon para hacer una visita al campo del Colo Colo, uno de los dos equipos de Santiago, que casualmente había ganado la liga chilena de fútbol hacía dos días. Cuando llegaron allí, conocieron al cabecilla de la Barra Brava del Colo Colo (algo así como el jefe de las Brigadas Blanquizules o los Boixos Nois). El tipo, llamado Mario, resultó ser un trozo de pan (aunque con printa de terminator indio, por favor ver fotos) y les invitó a hacer un tour completo por el estadio, con él mismo de guía explicándoles toda la historia y secretos del club. Mario, con el que hicieron buenas migas (el futbol levanta pasiones y ayuda a hacer amigos), les invitó a ir al campo al día siguiente para seguir conociendo un poco más del club. Ese segundo día, coincidieron con el funeral de un chico, hincha del Colo Colo, que había muerto en las celebraciones por el campeonato conseguido unos días antes, y cuyo funeral iba a hacerse en el propio campo de fútbol, con toda la afición ofreciendo sus condolencias en masa a la familia. Mario les dijo a Jorge y a Barbe que les acompañara un segundo para despedir al chico; y la sensación les chocó muchísimo, ya que no había sentimiento de tristeza, ni en la família ni en sus amigos. Según ellos, es una cosa habitual, y despedir el cuerpo en el campo es lo máximo para ellos. Después de estar más de media hora con el féretro en medio de la grada, donde él se solía colocar, entonando los cánticos de cada partido, lo sacaron del estadio en el coche fúnebre, con los autobuses y coches repletos de aficionados detrás cantando y ondeando las banderas del Colo Colo, mientras daban una vuelta por las afueras del campo. Increíble pero cierto. En algunos lugares, el fútbol es más que una religión.

Una vez llegado Prada de Valparaíso, nos volvimos a reunir para pasar la Navidad juntos. Ante los precios desorbitados de la mayoría de restaurantes y, sobretodo, ante la falta de gente con quién cenar en Nochevieja, decidimos unirnos a la cena navideña que se había organizado en el hostal. La cena fué, cuanto menos, pintoresca. Un argentino que no paraba de enseñarnos videos de su hija cantando en un karaoke, una jubilada australiana que, aunque no quisiera reconocerlo, era alcohólica, el recepcionsista del hostal (un rockero chileno), un francés que antes de que el resto pudiéramos empezar a cenar se lo había comido todo y dos holandesas mucho más normales que el resto de comensales hicieron de familia improvisada en una fecha tan señalada. El menú: una ensalada bastante floja y un pollo con champiñones bastante decente pero que ni por asomo valía los veinticinco dólares que pagamos. La verdad es que fué una cena muy curiosa, con el tipo argentino sin dejar de hablar de su hija, de los novios de su hija, de lo bien que canta su hija, de las borracheras que se pegaba con su hija, y de su exmujer. Tanto habló que el pobre rompió a llorar cuando habló de su exmujer. Las al menos cinco copas que se había metido entre pecho y espalda seguramente tuvieron algo que ver.

Total, que una Navidad como ninguna otra, sin jamón, sin langostinos, sin familia, pero que acabó siendo entrañable. El dia 25 por la mañana empezó la aventura: en pié a las 8.00 de la mañana porque empezábamos un tour de siete días por el sur de Santiago. La verdad es que los tours no son santo de nuestra devoción (por precio y porque nos gusta ir a la nuestra), pero esta vez no había alternativa: llegamos a Chile con poco tiempo y muy mal preparados. No sabíamos ni el qué ver ni cómo llegar hasta ello. Así que nos decidimos por un tour que, finalmente, no estuvo tan mal. Lo mejor del tour, sin duda, fué su guía, Jorge (no el vasco, sino otro, chileno de pura cepa), un personaje sin igual al cuál el tour le había arruinado las vacaciones de Navidad porque el guía que supuestamente debía habernos acompañado dimitió el día antes de salir. El grupo, además de nosotros, lo conformaron una pareja de belgas (muy majos), una madre e hija eslovacas (muy personajas) y la novia inglesa de Jorge (el guía), que estaba pasando las vacaciones con él.

La primera parada, el mismo día 25, fué en Pichilemu, un pueblo costero conocido por sus olas perfectas para el surf. Cómo no, Prada no pudo resistirse (se piensa que ya sabe hacer surf) y alquiló una tabla para intentar coger alguna ola en las gélidas (no es broma, gélidas incluso con neopreno) aguas del pacífico junto a Jorge y su novia. Barbe optó por darse un paseo en caballo por la playa con las eslovacas, de lo cual disfruto como un niño. Surf y paseos en caballo, lo típico para un dia de Navidad...

De Pichilemu fuimos hasta Pucón, parando antes en un par de sitios que, honestamente, no cabe explicar. Pucón, paraíso del esquí en invierno, sigue siendo un destino atractivo en verano (recordemos, en Chile diciembre es verano) por su oferta de deportes de aventura. La aventura estrella es la subida al volcán Villarica, de 2.800 metros. Nuestra idea era subir al volcán con el resto del grupo al dia siguiente al que llegamos a Pucón, algo que no pudimos hacer debido al mal tiempo y a qué el volcán, que está activo, desprendía un volumen de gases tóxicos que impedia llegar a la cima. Ante el imprevisto, pasamos la tarde en unas termas naturales a unos pocos kilómetros de Pucón.

Al día siguiente de lo previsto, entonces sí, emprendimos la subida al Villarica. Aunque en pleno verano chileno, la parte alta del volcán estaba sensiblemente nevada, así que empezamos el ascenso con un mochilón en el que cargábamos grampones, casco, pico, y todo tipo de abrigo. La subida no fué fácil. Pensábamos que para unos tipos como nosotros, ahora ya de mundo, subir un volcán de 2,800 metros no sería gran cosa. La realidad resultó ser bien diferente y, aunque nuestras piernas no sucumbieron (habían mujeres que estaban subiendo, no podíamos abandonar) al cansancio, al dia siguiente no nos podíamos ni mover, Además, los gases que el volcán suelta hacen más dificil la respiración, la cuál ya no es fácil por la altura. Total, que reventados tras más de cuatro horas de subida y respirando humo por un tubo hicimos cima. Lo mejor fué la bajada: Entre el equipo que cargábamos en la mochila, teníamos una pala que pudimos utilizar a modo de trineo y deshacer el camino en menos de una cuarta parte del tiempo que tardamos en subirlo. Gran experiencia.

Después de hacer noche en Pucón, seguimos hacia el sur, dónde lo único destacable son las colonias de leones marinos que pudimos ver en Valdívia. Tras Valdívia, llegamos a Puerto Varas, donde Prada finalizaría el tour para iniciar su recorrido por la Patagonia. Barbe, por su parte, volvería con Jorge (el guía) y compañía hasta Santiago. Así que en Puerto Varas llegó la hora de separarse. La separación fué triste pero sin dramas, sabiendo que en un mes volveríamos a vernos.

Y así empezó la nueva aventura que suponía el viajar solos. Quién se pregunte que tal nos fué tendrá que esperar a nuestras próximas entradas...en plural, porque cada uno escribirá sobre su experiencia. Así que la próxima será una lectura doble.

Fotos: http://picasaweb.google.com/guillermo.de.prada2/Chile1#

Hasta entonces, un abrazo,

Barbe y Prada

1 comentario:

Anónimo dijo...

A estas alturas ya tenéis que estar juntos de nuevo! para nosotros las historias llegan con receso. Qué puntazo lo de vivir dos veces un mismo día... y muy emotivo el principio del discurso, se nota lo que hay ahí debajo!

Hay que ver como impresionan algunas fotos...

Ánimo pareja!, inicio del fin del camino!!