lunes, 16 de marzo de 2009

Prada: Patagonia (II), Buenos Aires e Iguazú

Un, dos, tres, probando. Aquí Prada al teclado.

Me ha encantado escribir esta entrada porque escribirla me ha obligado a recordar una de las mejores etapas del viaje. Ahí va.

Dejando El Calafate con el asunto del robo a Barbe solucionado, me dirijí a El Chaltén, un pequeño, pequeñísimo, pueblo a las faldas de algunas de las montañas más espectaculares de Suramérica. Y es que es tan, tan pequeño que no hay cajeros, y su población en invierno no supera los quinientos habitantes. Tiene truco. La zona en la que está situada El Chaltén ha sido reclamada por Chile a Argentina en repetidas ocasiones. Para evitar disputas, los Argentinos, más listos que nadie, construyeron El Chaltén de la noche a la mañana e instalaron a quinientos de los suyos para argumentar que ese trozo de tierra era argentino de pura cepa. Con el paso de los años, esta aldea se ha convertido en la capital argentina de las excursiones de montaña. Total, que pueblo pequeño pero maravilloso.

Llegué al Calafate un tanto a ciegas, cometiendo la imprudencia de no haber reservado de antemano hostal en un pueblo tan minúsculo y tan infestado de israelitas. Y que conste que en este punto todavía no me caían lo mal que lo hacen ahora. Así que llego y no encuentro hostal ni por asomo. A la desesperada, le pido a la dueña de un camping que me haga un hueco como sea y me ofrece una cama en lo que intuyo era su casa, por lo que me cobró una miseria comparado con los prohibitivos precios chaltenses. Suerte.

Ya instalado, salgo a comer algo, y tal como entro al restaurante me encuentro a Pablo y Rafa, los hermanos colombianos qué ya conocí en Ushuaia, que llevaban un dia allí con Julia, una chica alemana que también conocí brevemente en Ushuaia. Julia ha estado trabajando de prácticas en Buenos Aires durante unos meses y su acento argentino tiene delito. Ver a una alemana utilizando expresiones como "ché", "boludo" o "¿de dónde sois vos?" con un acento marcádamente argentino no tiene precio (Julia, sólo te queda pulir esa erre que todavía te delata...).

dEl primer dia de excursión lo pasé con ellos tres y Bruno, un brasileño la mar de majo pero a quién no conseguíamos entender. El dia fué intenso, aunque comparado con las palizas que me dí en Torres del Paíne no fué nada. Horas de caminar entre montañas, visita a un glaciar, y tal y tal. Es lo único malo de haber visto el Perito Moreno: a partir de ese momento, cualquier otro glaciar te parece una auténtica mierda. Lo mejor del día fueron las conversaciones con Rafa, Pablo, Julia y, hasta cierto punto, Bruno. Estos colombianos eran tipos muy cultos (Michelle, un gallifante para la educación colombiana).

Por la tarde Pablo, Rafa y Julia partieron hacia El Calafate y me quedé mano a mano con Bruno. Quedamos (como pudimos) en vernos a la mañana siguiente para hacer la ruta del Fitz Roy, la ruta más conocida, por bonita, del Chaltén. Más tarde salí a dar una vuelta por el pueblo y, otra vez, me encuentro con conocidos. Esta vez fué Michael, el forretis suizo, quién me gritó para invitarme a una cerveza junto a Christina, su media naranja. Ji ji, ja ja, dos cervezas y a la cama.

A la fría mañana siguiente Bruno me comunica que se raja a causa del viento arrollador, así que me voy camino al Fitz Roy más sólo que la una y más contento que unas pascuas (la verdad es que la rajada de Bruno me quitó un peso de encima. No sabía de dónde sacar las fuerzas para charlar ocho horas con una persona a la que no entiendía). La ruta es de unas ocho o nueve horas, de las cuales anduve solo las 2 primeras. A partir de ahí me uní a un grupo tan pintoresco como amigable. Por un lado, Dani y Patri, de Ripoll y Santiago de Compostela, respectivemente (Patri es otra de esas no catalanas que se maneja en Català bastante mejor que yo). Les acompañaban Oscar, un gigante de 2,02 metros nacido en Cerdanyola del Vallès (jugador de basket, por supuesto), Sebas, el argentino más argentino que jamás haya nacido, y Carlos y Julia, una pareja de argentinos muy simpáticos. (Los blogs de todos estos individuos están en la sección de "blogs amigos", por si alguien siente curiosidad y/o necesita alguna excusa para seguir sin trabajar...)

Acompañado de toda esta tropa la subida fué muy agradable. Hasta que empezó a nevar. Al principio cuatro copos. Luego ocho, luego dieciséis y luego ya no podía verse el Fitz Roy ni nada que estuviera a más de 3 metros de nuestros ojos. Así que casi habiendo hecho cima (no cima al Fitz Roy, que es cosa de profesionales, sino cima al mirador del Fitz Roy. Que nadie se piense que en cosa de mes y medio me he convertido en un escalador) nos volvimos todos para abajo. Todos menos uno, Oscar, que está como una cabra (Oscar, sí, lo estás) y que con su pantalón corto y sus bambas sin suela se puso a correr cuesta arriba como poseso. Y llegó, el tio, llegó. Oscar, qué fenómeno.

Tras unas cinco horas de vuelta y habiéndonos cruzado a la mitad de la población de Israel en el camino (no sé de dónde saca los soldados esta gente si todos están de viaje) llegamos de nuevo a El Chaltén en una estado de congelación importante. Así que ducha caliente, cena, y de copas para entrar en calor. La verdad es que le grupillo fue muy acojedor. A veces me parece mentira como en una caminata de apenas 6 horas uno le puede coger tanto cariño a la gente. Será la altura.

A las 7 de la mañana siguiente recojo mis cosas y pongo rumbo a El Bolsón, mi próximo destino. Tras cuarenta horas de viaje por la Ruta 40 (la mítica que recorrió el Ché Guevara en sus viajes por Suramérica), unas diez películas pésimas y una muy buena ("Gone Baby Gone", de Cassey Affleck, el hermano de Ben) me planté en el Bolsón y me puse a buscar alojamiento con dos danesas muy verdes en esto de viajar (toooma el chulo del Prada). Tras varios intentos fallidos encontramos una habitación que parecía más un gallinero que otra cosa.

Dani, el ripollenc, me había recomendado que en el Bolsón hiciese una excursión hasta un lugar llamado el Cajón del Azul, así que ya tenía plan para mi primer día. Mochila a la espalda y a caminar. El Cajón del Azul no es más que el cañón del rio Azul, que tiene la particularidad de ser tan estrecho que casi llega a cerrarse sobre el río. Literalmente, el cañón tiene, en su parte más alta, tan sólo 1 metro de ancho, mientras que el ancho del río, que se ve abajo a lo lejos, debe tener al menos 4 metros.

Según me habían dicho, uno podía bañarse en el Azul justo antes de llegar al cañón, así que, ni corto ni perezoso, metí el bañador, junto a la crema para el sol y el bocadillo, en la mochila. Llegado el momento ví que nadie se bañaba, pero un servidor, con los humos bastante subidos ("yo me he bañado en Nueva Zelanda, pringaos", pensé) me metí en el agua sin pensarlo demasiado. Y casi me da un infarto. ¡Qué fría! Ni el hielo está tan frío, lo juro. Noté como la tráquea se me cerraba de cuajo y mis brazos y piernas empezaban a moverse como las de quién no sabe nadar. Si supiera poner males de ojo no dudaría en ponerle un par al tipo que me dijo que me podía bañar.

De nuevo al mando de mis piernas y brazos, en el camino coincidí con un americano muy majete que planificó toda mi ruta por Estados Unidos en un abrir y cerrar de ojos. Más tarde, cómo no, con dos israelitas que resultaron ser, aunque un poco flipadetes (esto, junto con la racanería, lo llevan en los genes), bastante amigables. Venga, seré justo: eran muy buenos tíos.

La otra atracción de El Bolsón es su mercado "hippie". Un mercado bastante interesante, en especial si tienes dinero y espacio en tu maleta para comprar algo. No es el caso.

Siguiente parada: San Carlos de Bariloche (Bariloche a secas para los amigos). Aquí sí reservé hostal de antemano porque no me podía permitir tener que suplicar por una cama otra vez. El hostal era flojito, pero tenía dos cosas: uno, el recepcionista alemán con acento argentino (el segundo en menos de dos semanas) que me dejaba repetir desayuno si no se lo decía a nadie; y dos, un ratio buena gente/huéspedes insuperable. Habían sólamente siete u ocho personas en todo el hostal, pero todos unos cracks. Presento a los más destacados:

Matan: Israelí de purísima cepa, con el toque de arrogancia característico, pero de gran corazón. Un tipo muy listo. Relisto, que diría un argentino. Le paso por alto lo de su nacionalidad porque me llevó a comer el mejor entrecote que he comido jamás (Mamá, no te confundas, sigo prefiriendo tu solomillo a la mostaza. Ya sabes qué dia vuelvo a casa...me entiendes)

Omri: El mejor tipo que haya nacido jamás en Israel. Hasta dudo de que fuera Israelita. Es con quién hice más amistad. Cocinero excelente (Giorgio, tú sempre seràs el millor), me hizo una pasta que no olvidaré nunca (Batlle, le hice un "ohh, em sento com un neeen" emulando al Rei del Tast que, obviamente, no entendió)

Matt: Surfista inglés, guapete, rubito, cachas y bastante locatis. Un gran tipo, muy cachondo, aunque un poco celoso (con razón) por...

Jess: Novia de Matt. Inglesa con la voz más espectacular que he oido en alguien que no se dedica a la música. Ahí va una de sus canciones: http://www.youtube.com/watch?v=UZ1N63daWjU

De hecho, ante tal panorama, la guitarra me vino que ni pintada. Primera noche en vela, todos escuchando a Jess cantar mientras yo le tocaba la guitarrita. Si Matt hubiera estado en Inglaterra... ;)

Los días en Bariloche consistieron en más excursiones; a pié, en bici, y en todo lo que se terciase. A destacar, la excursión al Cerro Campanario, desde donde se ve Bariloche como desde ningún otro sitio. En otra de esas excursiones, Omri y el menda alquilaron unas bicis (Cinto, te voy a dar de lo tuyo en cuanto vuelva a casa) para recorrer la zona, llena de lagos y rios en los que refrescarse. En ese recorrido encontramos a Andrea, Annemarie y un tipo inglés cuyo nombre no recuerdo. Andrea, alemana, con un español perfecto por haber vivido en España. Annemarie, alemana, con un español argentinizado (y ya van tres) por residir en Buenos Aires. Y el inglés, inglés (obvio), gimnasta que nos deleitó con mortales hacia atrás con tirabuzón (Jacobs, te hubiese gustado ver las piruetas que hacía el tipo, aunque no he vuelto a ver un Kick on the Moon como el tuyo). Resultó que Andrea también tocaba la guitarra e incluso cantaba, así que el dia acabó, como no podía haber sido de otra manera, haciéndonos unos guitarreos en el hostal dónde estaban los tres.

Las noches en Bariloche fueron las más moviditas de la temporada, con Omri arrastrándome al único pub decente del lugar, cada noche de manera religiosa.

(Esta entrada se me está yendo de las manos, así que el resto me lo voy a ventilar ripidito. Además, lo que sigue ya lo ha explicado Barbe en la anterior entrada, así que intentaré evitar repeticiones.)

Tras veinticuatro horas más de bus llegué a Buenos Aires. Ciudad bonita, pero seguramente más atractiva como residencia que como destino turístico. Me instalé en un hostal de la famosa Avenida 9 de Julio, lleno de israelitas (algo inevitable en Suramércia por esas fechas) que me había aconsejado Omri.

El primer paso fué llamar a Julia (la del Chaltén), que ya estaba de vuelta en Buenos Aires, para que me sacase un poco de paseo. Y así lo hizo. Tanto ella como Helene (su compañera de piso) y Matías (amigo de Helene), los dos franceses más agradables que he conocido, ejercieron grandes anfitriones sacandome por aquí y por allá. A destacar la noche de tango clandestino tras degustar una gran carne argentina.

En cuanto a la vida que hice por mi cuenta, consistió básicamente en visitar los "spots" turísticos más clásicos. El barrio de recoleta con su famoso cementeria dónde se encuentra la tumba de, entre otras celebridades, Evita Perón ("Don't cry for me Argentina...") y la mayoría de ex-presidentes difuntos; el barrio de San Telmo y su mercado de artesanías; y a poco más me dió tiempo porque enseguida me reencontré con Eva, la Rapitencaaroundtheworld.

Con Eva ya fué un no parar de reír; que si ir a este concierto, a esta otra discoteca, al Barrio de la Boca, al de Palermo, a Puerto Madero, a este otro bar que me han dicho que está muy bien, y un largo etcétera. Esta chica es un torbellino. Y para colmo se nos unió Graciela, una amiga argentina de Eva, si cabe aún más terremoto que ella...La verdad es que lo pasamos redivertido.

Dejando con tristeza a Eva, Graciela, Julia, Helene y Matías, otrás veinte horas de autobús me llevaron hasta la última parada en esta visita a la Argentina: las Cataratas de Iguazú.

Sería muy injusto decir que no me gustaron. Es literalmente imposible que a alguien no le guste ver un paisaje natural de tal magnitud. Son decenas de cascadas con millones de litros de agua cayendo de grandes alturas. Pero si debo ser sincero, tengo que decir que me decepcionaron un poco. Aquí el problema puede ser que desde incluso antes de empezar este viaje las cataratas de Iguazú me fueron vendidas como el espectáculo natural más grande que se puede ver en este planeta llamado Tierra. Recuerdo que, todavía estando en Londres, un tipo me dijo que cuando vió las cataratas arrancó a llorar com un niño. Incluso Barbe, que las vió antes que yo, me dijo "ya me puedo morir tranquilo"...Y claro, yo me esperaba algo desbordante, y no fué así. Las cataratas me parecieron espectaculares, pero ni como para llorar ni como para poder morirme tranquilo. Con perdón, pero el Perito Moreno me pareció más imponente.

Y lo voy a dejar aquí porque empiezo a escuchar bostezos (entre ellos, los míos).

Así que hasta la próxima, que ya será otra vez juntos.

Fotitos: http://picasaweb.google.com/guillermo.de.prada2/PatagoniaIIBuenosAiresEIguazu#
Un abrazo

p.s. Acabo de caer, el pobre inglés se llamaba Sam. Sorry Sam...

miércoles, 11 de marzo de 2009

Barbe: Argentina II

Después de mucho esperar y pensar en ello, por fin llegaba el día en el que, después de casi 8 meses, volvería a ver a mi madre, y con la que viajaría 18 días por la Argentina.
Cogí un taxi desde mi hostal hasta el aeropuerto, y la fui a recibir, como no podía ser de otra manera, con una caja de alfajores habana ( dulce típico de este país). Cuando llegó, y después de los pertinentes besos y abrazos, nos fuimos de nuevo en dirección a la capital.
Las dos noches que estaríamos en Buenos Aires, las pasaríamos en un hotel 4 estrellas que había reservado para que ella pudiera descansar del viaje, y como no, para yo poder dormir como un rey después de mucho tiempo.
Lo primero que hicimos fue ir a dar una vuelta por el barrio de la boca y pararnos a comer en una terraza del " caminito" ( calle muy típica de la capital) donde ofrecían un espectáculo de tango, baile por excelencia de argentina y que te encuentras por todos sitios. Ya empezábamos a meternos en el país.

Durante los tres días, nos dio tiempo de visitar las cosas más importantes de la capital, a pesar de que el clima era demasiado caluroso ( 35º) y hacía difícil el caminar durante las horas de la mañana. De esta manera, fuimos a ver la casa rosada ( lugar de trabajo de la presidenta), el congreso, la plaza de mayo, el cementerio de recoleta ( donde se encuentra enterrado el cuerpo de evita perón), el barrio de San Telmo, lleno de antigüedades, Puerto Madero, y en general todo el centro. A decir verdad, lo que más vimos y más fotografiamos por estar justo enfrente de nuestro hotel, fue el obelisco, uno de los monumentos más conocidos de la ciudad, situado en la Avenida 9 de Julio, calle principal que atraviesa Buenos Aires con 10 carriles por sentido.
Claro está, con semejante dimensión, es la calle más ancha del mundo, y no es para menos, cruzarla como peatón te lleva un buen rato, ya que no puedes hacerlo con un solo semáforo.
Además de intentar introducir el concepto de callejear en mi madre, también pudimos disfrutar de una tarde de relax en el balneario que disponía el hotel, y recargamos pilas para los días que nos esperaban.
Otra de las actividades fue, y como no podía ser de otra manera, ir de noche a uno de las cenas-show de tango que ofrece la ciudad en sus diferentes teatros.
Una vez realizado casi todo el "turismo" de Buenos Aires, ya nos preparábamos para el primer cambio de destino, y este no era otro que una de las joyas de la corona, las cataratas de Iguazú. Para ello, nos dirigimos el tercer día por la tarde a la terminal de buses, para coger uno que viajaría toda la noche hasta llegar al destino. En contra de lo que había hecho yo hasta la fecha, en esta ocasión, contraté el mejor servicio de cama que existía, y la verdad es que era muy confortable. Podías estirarte completamente, te daban manta y almohada, y lo mejor de todo, te servían comida caliente en el trayecto.

Con tanto lujo, casi no nos dimos cuenta de las 16 horas, y ya nos plantamos en el pueblo de Puerto Iguazú, donde nos estaba esperando, con el típico cartelito, una persona de la agencia que contraté para las excursiones. Nos llevaron al hotel, y nos vendieron una salida en barco por el río para aquella misma tarde en la que no teníamos nada programado.
La excursión no tenía nada en particular, más que sentarte en un catamarán y disfrutar del mismo paisaje de selva tropical a ambos lados del río.
Desde el agua puedes ver el punto de la trifrontera, que es el lugar donde el río Iguazú y el Paraná se juntan haciendo de frontera natural entre Argentina, Brasil y Paraguay. Como colofón, al final del trayecto, y antes de tomar el camino de regreso, te llevan cerca de una playa donde tienen "apalabrada" la actuación de unos indios guaranís en la arena, con unos bailes típicos, mientras los turistas están en la cubierta sacando fotos. Un poco lamentable.
Una vez en el hotel de regreso, tomamos un bañito en la pileta ( piscina) del hotel y nos fuimos a dormir temprano, ya que la excursión del día siguiente empezaba a las 7 de la mañana.

Empezábamos la visita a las cataratas por el lado brasileño, ya que todo el mundo me lo había recomendado por ser el menos espectacular y de esta manera no llevarse una decepción. Nos pasaron a buscar con una furgoneta y nos llevaron, previo paso por las correspondientes aduanas, a la entrada del parque, donde, como en todos sitios, tuvimos que pagar la entrada para el ingreso. Una vez dentro, y con nuestro guía a la cabeza, que nos explicaba todo lo relacionado con lo que íbamos a ver, nos dirigimos al inicio de la pasarela, desde donde puedes ver toda la inmensidad de los saltos situados en terreno argentino delante tuyo.
La visión desde este lado es mucho más panorámica y, a pesar de ser menos espectacular, tiene también su encanto. En nuestro caso, tuvimos suerte, ya que toda la semana anterior había estado lloviendo, y el caudal del río era elevado para las fechas en las que estábamos.
El recorrido no fue demasiado largo, son aproximadamente 2 kilómetros, y después de tomar muchas fotos, desde todos los ángulos, llegamos al tramo final, en donde existe un paso que te lleva justo encima de uno de los saltos y por delante de una cascada muy caudalosa. Evidentemente, desde este punto te mojabas muchísimo, y era difícil tomar fotos sin que la cámara peligrase. También desde aquí, pudimos tener una primera visión de "la garganta del diablo", la caída más caudalosa de todas las cataratas y que realmente te deja impresionado.
Al finalizar la excursión y reunirnos todo el grupo, nos llevaron en la furgoneta a un buffet libre situado cerca de la frontera, donde por apenas 8 euros te servías todo lo que querías. Este sería el primero de los muchos buffets de los que disfrutaríamos en Argentina, y en los que a diferencia de los españoles, a parte de las ensaladas, pastas, pizzas y postres, también tienes la posibilidad de comer toda la carne que quieras. Y no estamos hablando de cualquier carne, el asado argentino es fuera de serie, y con ese precio lo hacía irresistible. Y aunque parece que no hay ningún punto negativo, si que lo hay, y es que después de tanto exceso, por primera vez en lo que va de viaje, he tenido que recurrir a una "dieta" en Brasil para perder los muchos kilos que gané.
El resto del día lo empleamos paseando por el pueblo, viendo sus calles de tierra rojiza, comentando acerca de las hormigas de tamaño descomunal que habitan estas partes del mundo y en definitiva conociendo un poco de lo que nos rodeaba. Posteriormente, nos relajamos de nuevo en la piscina.

Para el día siguiente, y antes de afrontar el lado argentino de las cataratas, teníamos prevista una visita a las ruinas jesuíticas de San Ignacio, situadas a 300 kilómetros de Iguazú. El trayecto no fue sencillo, ya que las más de 3 horas en la furgoneta, sin espacio en los pies, no resultaba para nada cómodo.
A medio camino, hicimos una parada técnica en unas minas de piedras semi-preciosas, donde como no, al final del tour, te pasan por la tienda para que compres algo, y como mi madre aún no está preparada para soportar estas tentaciones, tuvo que comprar algunos recuerdos....jejeje.
Una vez llegamos a las ruinas, comimos algo y esperamos a que un guía nos hiciera la visita a todo el grupo.
Aquí coincidimos con 2 chicas argentinas ( Maru y Lujan), la madre de una de ellas, y una chica brasilera ( Lucia) con las que al día siguiente también compartiríamos visita. Estuvimos cosa de 2 horas en el tour, nos enseñaron y explicaron todo lo relacionado con esa misión y el resto del movimiento jesuítico de la época y en todo lo que cambió y ayudó ( o no) a los indios de la zona. Guardando opiniones personales, la verdad es que tiene mucho mérito todo lo que llegaron a conseguir sin apenas conocer de nada la lengua ni las tradiciones de ese pueblo.
La lástima fue, que nos tocó un día muy caluroso y no daban demasiadas ganas de estar mucho más tiempo expuesto al sol abrasador para disfrutar y perderse entre los muros y construcciones de la misión.
De esta manera, ya poníamos rumbo de nuevo a Iguazú y nos preparábamos para lo que sería el día más espectacular de todos los vividos en Argentina.

Como los dos días anteriores, la furgoneta pasó a recogernos muy temprano por el hotel, y dentro de ella coincidimos con Maru y Lucia, con las que rápidamente ya nos pusimos ha hablar. Más tarde en el parque nos encontraríamos también con la madre y la hija.
La visita del lado argentino de las cataratas está separado por 3 niveles ( superior, medio e inferior). En el superior, para nosotros el más espectacular, caminas durante poco más de un kilómetro por encima del río en busca de la "garganta del diablo", y mientras te vas acercando, va aumentando el ruido, hasta que de pronto, ahí la tienes, debajo tuyo. Miles, millones de litros de agua por segundo caen 100 metros por un espacio muy pequeño, lo que produce una nube de vapor de agua que te deja totalmente calado.
Estar plantado en el balcón durante unos minutos, escuchando el ruido, y viendo caer tanta agua, te deja realmente impresionado, y es una visión difícil de olvidar.
Del lado superior, y aún comentando lo que habíamos visto, nos llevaron al circuito medio, donde un seguido de pasarelas te transportan por los saltos de agua del parque, viendo por todos lados cascadas ( más de 300 conforman las cataratas). Unas más grandes que otras, unas más caudalosas que otras, pero en conjunto, hacen que sea una de las maravillas naturales del mundo.
Por último, fuimos a la parte inferior de las caídas, en donde, como es evidente, también acabas mojadísimo, y desde donde puedes contemplar desde abajo como el agua se te viene encima, y en función de como sople el viento, literalmente te caen encima.
Esta sección es la que tuvimos que hacer más rápido, ya que teníamos contratado también la parte del barco, y ya se nos acababa el tiempo. Así que, junto con las argentinas, nos fuimos en dirección a la lancha que hacía el recorrido por las cascadas, y desde la cual podías observar los saltos de agua desde mucho más cerca, incluso te ponen debajo de un par de ellos, en los que es literalmente una ducha. Cuando acaban de mojarte por completo, te llevan río abajo unos kilómetros y después de subir un buen tramo de escaleras ( a unos les costó más que a otros), nos subieron en una camión tipo "safari" ( demasiado turístico a mi gusto), y nos iban mostrando algunos tipos de plantas y árboles que conforman la selva en aquella zona.
Terminado el día, intercambiamos los mails con la chicas, y quedamos en que nos veríamos a nuestra vuelta a Buenos Aires. De esta manera había llegado a su fin nuestra visita a las cataratas de Iguazú, y ya nos preparábamos para cambiar al día siguiente de destino.

Nos levantamos tranquilamente y esperamos en el hotel que nos pasaran a recoger para llevarnos hacía el aeropuerto. Aquí empezaba un día largo, en el que acabaríamos por hacer 3 trayectos en avión, y es que en Argentina el tráfico aéreo es más bien nefasto.
Así, y mientras esperábamos el primero de ellos que nos llevaría de Iguazú a Buenos Aires, nos encontramos de nuevo con Luján y su madre, que tenían el mismo avión que nosotros. De esta manera la espera se hizo un poco más amena, ya que tanto madre como hija si algo les gusta es charlar y charlar, sin importarles el tema.
Llegados a la capital, nos tocó esperar cosa de una hora y media para el siguiente avión, que nos llevaría hasta Usuhaia, la ciudad más austral del mundo, previa escala y espera en un aeropuerto ( para llamarle de alguna manera) en medio del país.
Una vez llegados, después de todo el día entre despegues y aterrizajes, nos instalamos en nuestro hostal, si si, no me he equivocado, hostal, ya que no quería perder la costumbre a eso de viajar de backpacker. Todo hay que decir que en todos sitios estuvimos en casas pequeñas, en habitaciones dobles con baño y donde no había mucho ambiente juvenil que digamos. Y es que madres solo hay una, y no quería que le diera un patatús viendo los sitios en los que hemos dormido durante todos estos meses.
Lo primero que hicimos después de instalarnos, fue salir a contratar las excursiones y a programar los días en aquel destino. Con toda la oferta que nos dieron en una agencia de viajes, nos decidimos por las menos físicas, ya que las más solicitadas y probablemente las más bonitas eran las de paseos por la montaña durante todo el día, pero como he dicho antes, sólo tengo una madre y no quería quedarme sin ella. Dentro de lo menos físico, nos decidimos por ir a ver una pingüinera un día, y al otro una excursión de montaña en 4x4.


Después de levantarnos sin prisa, ya que la excursión comenzaba después de comer, nos fuimos a pasear por la ciudad, a sacar las pertinentes fotos para acreditar que estuvimos en “el fin del mundo” y como no podía ser de otra manera, a probar los platos típicos de la zona. A diferencia del resto del país, aquí es el pescado y no la carne lo más común en los menús. Nos decidimos por probar una especie de centolla que nos habían dicho estaba buenísima y por una pescado blanco que no defraudaron.
Ya con los estómagos llenos, nos dispusimos a comenzar el trayecto en mini-bus hasta la isla donde estaban los pingüinos. Después de poco más de hora y media, llegamos a una estancia ( rancho) desde donde salía el barco que nos serviría para recorrer el último trozo.
Con los pies ya en tierra firme, y con la visión y el ruido de miles de estos animales, empezamos el paseo de una hora por la isla, donde ( como es lógico) existen unas barreras para que no puedas tocarlos ni molestarlos en exceso. Era época de cría y pudimos contemplar como cada pareja tenía dos polluelos a los que alimentaban y cuidaban en su nido. Resulta curioso ver como cada pareja tiene su propio agujero, que utiliza año tras año después de la migración y que defiende delante de posibles intrusos. La isla está minada de pequeños surcos en la arena desde los que se pueden ver y te vas encontrando a los pingüinos. Los que no están cerca del nido ni pescando en aguas profundas, pasan el día en la playa, y sirven como una especie de comité de bienvenida para los turistas.
Concluida la visita a estos graciosos animalillos, tomamos el camino de regreso a la ciudad, parando en algunos miradores del camino para poder contemplar la belleza de los paisajes patagónicos. La última de estas paradas, la realizamos en una “castorera”, que nos mostró la forma de trabajar y vivir de estos animales que fueron introducidos por las empresas peleteras y que, años después se han convertido en un problema para la zona ya que no tienen depredadores naturales y para el hombre es muy difícil acceder hasta donde ellos están. Sus presas y embalses ahogan a muchos árboles y están deforestando la zona.


Al día siguiente el despertador sonó más temprano, y el jeep 4x4 pasó a recogernos por el hostal para iniciar el día. Nuestros compañeros, mejor dicho, compañeras, ya que el guía-conductor y yo éramos los únicos hombres, serían una familia brasileña compuesta por abuela, madre e hija, y las dos estrellas de la jornada, dos hermanas porteñas ( una de ellas residente en Tarragona) que hicieron de la excursión una experiencia bastante curiosa.
El día lo pasamos en la parte trasera del vehículo ( menos la enchufada de mi madre), entre golpes por los caminos de piedras y troncos por donde estábamos marchando y comentarios absurdos pero a la vez graciosos de las dos hermanas. Y es que eran dos personajes sin igual ( lástima que se borraran las fotos que teníamos con ellas), que hicieron que el día tuviera su dosis de humor.
Al llegar a uno de los lagos más grandes de la zona, y después de nuestra aventura offroad, nuestro guía y el de otro jeep que también iba con nosotros, empezaron a preparar un buen asadito para el disfrute de los pasajeros.
Mientras ellos estaban manos a la obra, el pre-comida tuvo varios focos de atención. En uno estaban dos zorros, que atraídos por el olor a carne, se paseaban por la zona en busca de algún pedacito, que al final consiguieron. Evidentemente, sacarles fotos fue una de las atracciones de la jornada ( otras que se borraron).
El otro foco estaba situada en la hermana mayor, que ajena a todo, se había sentido muy atraída por un señor del otro grupo y estaba como una niña de 15 años, con las sonrisitas y tonterías. Lo más cómico es que el hombre no hablada español, y el inglés de ella era de andar por casa. Así, se hacía entender como un indio y bebía un baso de vino detrás de otro, lo que no hacía más que aumentar su tontería.
Así, entre zorros, parejitas quinceañeras y la abuela brasileña que me quería casar con otra hija suya, llegó el momento de la verdad y comimos, como en otras muchas ocasiones, una carne superior.
A la vuelta, y al no poder hacer el kayak programado para la tarde por el oleaje del lago, retomamos el camino charlando de temas un poco más complejos. Y es que la religiosidad y la creencia en el destino de las allí presentes hizo un poco más aburrido y monótona el viaje de regreso.

El último día por aquellas tierras, y antes de coger el vuelo que nos llevaría a ver el glaciar Perito Moreno, lo gastamos, como la tarde anterior, en callejear por las tiendas y locales comerciales de la zona.
Llegada la hora, nos vinieron a buscar, y en unas pocas horas nos plantamos en el Calafate, pueblo más cercano al glaciar, y que, como es lógico, vive de el y es sumamente turístico.
Durante la tarde salimos a conocer un poco el sitio, pero realmente hay poco que ver, para no decir nada, así que paseamos tranquilamente sin rumbo esperando que llegara el otro día para ir a visitar el glaciar.


Una vez dentro del bus, recorrimos los kilómetros que lo separan del pueblo, y pagadas las pertinentes entradas obligatorias en todos los parques del país, pudimos contemplar ya, desde la distancia, la enorme masa de hielo que se plantaba delante nuestro.
Contratamos el paseo en barco, que te permite acercarte por la cara norte del glaciar y ponerte a escasos metros de el, escuchando el crujir del hielo mientras avanza imperceptiblemente. En este lado ya tuvimos la oportunidad de oir el ruido que produce un bloque de hielo al desprenderse de la parte principal.
Completada la visita en barco, nos llevaron a la parte sur, donde están construidas las pasarelas y donde te dejan unas horas para que puedas disfrutar de las vistas desde los diferentes balcones. Explorados los primeros puntos, y después de descartar los más alejados ya que mostraban la cara que habíamos visto desde el barco, además de estar a una hora de distancia caminando, nos apostamos en el balcón que a nuestro modo de ver, y de la mayoría de gente, dejaba ver la visión más frontal y espectacular de la cara sur.
Ahí estuvimos aproximadamente una hora, parados en la barandilla, con la cámara a punto para captar los posibles desprendimientos, y a pesar de sólo ver uno, disfrutamos de una vista irrepetible, de un ruido nunca antes escuchado, de unos colores azules intensos mezclados con el blanco y de un airecillo helado que te dejaba la cara congelada.
Una vez decidido finalizar nuestra visita y poner rumbo al autocar, nos encontramos en las pasarelas a las dos hermanas, con las que estuvimos charlando un rato, y a las que pedí ( aún estoy esperando) que me pasaran las fotos de la excursión 4x4.
Aquí finalizaba el motivo de nuestra estancia en aquel lugar, y solo nos tocaba esperar al momento de subir en el autocar que nos llevaría al siguiente destino. Como para eso aún teníamos que esperar toda esa tarde y la mañana siguiente, intentamos buscar alguna actividad extra.
La encontramos en las cabalgatas que montaban por aquella zona, y que cerramos para la mañana siguiente.

Después de firmar los papeles para excluir a la empresa de responsabilidades ( en ninguna de las otras ocasiones que he montado en el viaje me lo han hecho hacer), nos designaron un caballo y empezamos, con el resto del grupo, un paseo de 2 horas por los alrededores de el Calafate.
Lo cierto es que el paisaje era bonito y que los caballos eran ideales para mi madre, pero en mi vida, si exceptuamos los burros del lago de Puigcerda, me había encontrado con unos animales más pasivos, más lentos y con el papel mejor aprendido que aquellos. Los tios iban uno detrás del otro, a 3 por hora y si intentabas que corriera un poquito, giraba la cabeza y te miraba como diciendo, “ no me agobies”.
Concluido el excitante paseo en caballo, regresamos a recoger nuestro equipaje y nos dirigimos al primero de los buses que habían programados para aquel día. El trayecto sería de 5 horas, y nos llevaría hasta la localidad de Rio Gallegos, donde, y después de esperar un buen rato, conectaríamos con un bus cama en el que pasaríamos la noche, para llegar al día siguiente a Puerto Madryn.

En esta localidad fue donde estuvimos un poco más aburridos, y es que habían dos actividades programadas: una excursión a la Península Valdés y una inmersión con leones marinos.
La inmersión no estaba todavía cerrada, y tenían que ponerme en contacto con un conocido de mi hermano Oscar. Al ir el primer día a cerrarla, a mi madre no le hizo demasiado gracia lo de meterse debajo del agua, y el precio por hacer snorkelling era demasiado caro, así que tiramos atrás la idea e intentamos buscar alguna otra alternativa para el día que nos quedaba sin nada.
Después de buscar e informarnos en varios sitios, ya nos dimos cuenta que en aquel lugar la oferta de excursiones estaba limitada, y lo que ofrecían, o ya lo habíamos visto ( pingüinos) o lo íbamos a ver al día siguiente. De esta manera, dejamos ese día libre para ir a la playa o para estar tranquilos.
La ciudad no tiene tampoco nada en particular a parte de la atracción turística por ser la puerta a la reserva natural de la península, así que, a parte de la excursión, visitamos un museo, fuimos a la playa, paseamos por las tiendas y comercios y después de 8 meses, fui por primera vez al cine.

El día de la excursión, nos vinieron a recoger en una furgoneta, en la que la media de edad de los turistas era de 50 años, así que no había demasiado para relacionarse, a parte de una pareja de maños. El camino hasta el destino fue duro, ya que todo el camino era de grava, lo que hacía que estuviéramos todo el rato con pequeños botecitos.
La atracción principal de esta visita, y por la cual había escogido este destino, era la posibilidad ( no tuvimos suerte, aunque Jacobo y Pablo si, y me hablaron maravillas) de ver orcas atacando a focas en la playa para alimentarse. La típica imagen de reportaje de National Geographic es lo que queríamos ver en directo.
Después de un largo trecho, llegamos a la playa donde estaba la colonia más numerosa de leones marinos con sus crías. La temporada no era la idónea, ya que se ve que cuando los cachorros son un poco más mayores y empiezan a nadar, es cuando se ven ataques casi cada día. En nuestro caso, el último avistamiento en aquella zona fechaba en 20 días antes. Después de estar un rato esperando y no ver ninguna aleta en el horizonte, nos resignamos a disfrutar de los leones y de su comportamiento y empezar a desfilar hacía otro de los puntos de interés de la península, donde veríamos a los primos hermanos de estos. Estamos hablando de los elefantes marinos, que ocupaban otra playa, y a la que fue difícil acceder por el intenso viento que soplaba y que te llenaba los ojos de arena.
Una vez terminada la visita, volvimos hacía la ciudad con la sensación de haber visto poco, porque si es verdad que además de los leones y los elefantes marinos, vimos algún otro animal como el guanaco ( familia de las llamas), pero no pudimos disfrutar de ninguna de las 2 estrellas de la zona. En lo que se refiere a la orca, no tuvimos suerte, ya que hay un grupo de 30 que habitan esas aguas todo el año, y en cuanto a las ballenas, ya sabíamos que no era época y que, por tanto, es imposible divisar ninguna.

Con un poco de mal sabor de boca dejamos Puerto Madryn, y pusimos rumbo de nuevo a la capital, para pasar nuestro último día antes de la despedida. El viaje, de nuevo, duró toda la tarde y noche, y llegamos a Buenos Aires el día 2 temprano. Como ya habíamos quedado por internet, en cuanto nos instalamos en la habitación, llamamos a Luján, que estaba todavía de vacaciones ( que vivan las fiestas de los profesores), y se había ofrecido a sacarnos a pasear con su coche por las afueras de la ciudad.
De esta manera, al mediodía nos pasó a recoger y fuimos juntos los tres a comer al barrio de san telmo para posteriormente dirigirnos a la zona de “los olivos” pasando por un montón de sitios que ni me acuerdo del nombre, pero que ella se esforzaba en explicarnos. Caída la tarde, nos devolvió al hostal y nos despedimos, en lo que fue una despedida temporal, aunque mi madre no lo supiera.
Y es que en teoría yo había quedado tanto con Luján como con Maru ( la otra chica de Iguazú) para salir aquella noche, pero lo que en realidad estaba previsto, era una cena cumpleaños sorpresa para mi madre en el restaurante-hotel faena, considerado uno de los 10 mejores del mundo y recomendado por Jacobo. Lo cierto es que tal como está el euro, es asequible comer lujosamente en Argentina, y lo aproveché para celebrar lo que sería el día 3 el 69 cumpleaños de mi mamá.
De esta manera, yo quedé con ellas, para que no dijeran nada, y así darle una sorpresilla. Durante la tarde, y después de una espera en la habitación, dándole largas a mi madre en todo lo que quería hacer, a las 8 locales, 12 de la noche españolas, la felicité y le dije que se pusiera guapa.
Agarramos un taxi, nos fuimos al restaurante y nos sentamos en la mesa a la espera de que vinieran las chicas. Como se retrasaron y quería que fuera una sorpresa para ella, me hice el loco con la carta, que si no sé que pedir, que si no me convence esto, que si tengo dudas.....así por más de media horas. Al final llegó Luján y más tarde Maru, se llevó la sorpresa, cenamos los 4 como reyes e incluso hubo pastel de cumpleaños con las respectivas velas y el primer regalito por parte de nuestras amigas argentinas. Desde aquí un saludo enorme a las dos.

Con esto finalizaba mi estancia en Argentina y el viaje con mi madre. Al día siguiente ya nos dirigimos los dos al aeropuerto. Resultó que mi vuelo iba con retraso, lo que hizo que estuviéramos juntos en la sala de embarque y que ella no tuviera que esperar mucho tiempo sola. Llegado el momento, una enésima despedida, esta vez muy especial por ser mi madre, pero con la idea de que en poco tiempo nos volveríamos a ver, lo cual me lo hizo mucho más fácil que en el aeropuerto de Barcelona tantos meses antes.

Empezaba otro país, Brasil, que recorrería de nuevo con Prada, y que sería el último mes que estaríamos juntos, ya que la diferencia de gustos a la hora de los destinos, haría que de principios de marzo hasta el final, la aventura la volveríamos ha hacer solos. A pesar de ello, nos quedan 30 días para disfrutar el uno con el otro y para contarnos las batallitas vividas por separado.

Hasta la próxima entrada, Carlos.


http://picasaweb.google.com/guillermo.de.prada2/BarbeArgentinaII#

viernes, 6 de marzo de 2009

Prada - Patagonia (I)

Hola.

Lo primero es pedir disculpas (otra vez) por el desfase que este blog está sufriendo en las últimas fechas. Me toca asumir la culpa, ya que soy yo y no otro el que estos días está más perezoso a la hora de ponerse a escribir. Aunque suene a cachondeo, somos gente muy ocupada ;)

Y debido a ese retraso la siguiente crónica tiene comienzo en el ya obsoleto 2008.

29 de diciembre de 2008. Habiéndome dejado Barbe, Jorge y toda su tropa en Puerto Varas, Chile, me dirijí a Puerto Montt, un pueblo relativamente vecino a aquél, desde dónde cogería un ferry que me llevaría hasta la Isla de Chiloé, una apacible isla pesquera en el extremo norte de la patagonia chilena. Mi plan inicial era pasar un par de necesarios días de tranquilidad (Jorge nos había llevado por el mal camino noche tras noche) en Chiloé, pasar allí una tranquila noche de Fin de Año, y volver tranquilamente hasta Puerto Montt el 1 de enero para coger un avión que me llevaría hasta los terrenos helados de la Patagonia chilena, unos cuantos cientos de kilómetros al sur de Puerto Montt.

La isla de Chiloé resultó ser una tranquila (muy acorde con mi plan) islita de pescadores, poco edificada, y con unos platos a base de salmón que hacen por sí solos merecer la visita. El lugar perfecto para una Noche Vieja relajada. Una que, por cierto, no puedo ser. Resultó que el ferry que me debía llevarme de vuelta a Puerto Montt para coger mi avión el dia 1, no circulaba el primero de enero por motivos obvios (la verdad, no sé como no se me ocurrió), así tuve que dejar prematuramente Chiloé en un ferry hacia Puerto Montt a última hora del 31 de diciembre.

Y allí estava yo, llegando al pueblo más cutre, maloliente e incluso peligroso de Chile, a eso de las diez de la noche de un 31 de diciembre, sin alojamiento, sin cena, sin conocidos y por supuesto sin uvas. En un último intento por salvar la noche, busqué rápidamente un lugar asequible en el que hacer noche y salí en busca de un restaurante decente para, como diría Don Juan Carlos, tan señaladas fechas. Pero la noche estaba va ya perdida. Todo cerrado excepto un supermercado de barrio en el que, ya resignado, compré los dos plátanos que me tomaría a modo de cena un 31 de diciembre que nunca olvidaré por cómico.

Tras degustar la suculenta cena, salí a la calle con el ánimo de encontrar algún garito en el que brindar por el Nuevo Año camuflado entre chilenos. Pero como más vale irse a la cama a las once de la noche de un 31 de diciembre que irse a las dos de la mañana habiendo sido atracado y sin pantalones, a la tercera vez que escuché la palabra 'gringo' a mis espaldas decidí recoger velas e irme de vuelta al hostal, si es que el semiprostíbulo en el que me hospedé puede llamarse hostal.

Total, que a las once de la noche estaba ya en la cama y listo para dormir. Sólamente la compañía de la guitarra que por dieciocho euros había comprado una semana atrás (se deja tocar como una de trescientos) maquilló mínimamente la Noche Vieja más curiosa que habré pasado, y espero pasar, jamás. La realidad es que tampoco tenia sentido celebrar en exceso el 31 de diciembre de un año, éste, que para mí acaba a principios de junio a todos los efectos.

El 1 de enero, el primero desde hace muchos sin la tradicional resaca, me levanté bien prontito y puse rumbó al aeropuerto con una sola imagen en mente: las cumbres heladas de la Patagonia. Será cosa mía, pero sólamente el nombre ya me impone.

Lo que ví durante el vuelo, que me costó apenas 80 euros, no puede pagarse con dinero. Sobrevolar los andes fué impresionante. Una manta de montañas que parecía no acabar, lagos enormes, campos de hielo kilométricos, picos de más de 3.500 metros de altura, glaciares por doquier y hasta un volcán en erupción nos quitaron el aliento a todos los que tuvimos la suerte de volar en ese avión en ese día tan privilegiadamente despejado. Ahí quedan las fotos como testigos, aunque verlo con mis propios ojos fué una experiencia comparable con pocas otras. Bendito sea el momento del check-in en el que elegí ventanilla.

Así que nefasta salida de 2008 y gran entrada en 2009.

Aterrizado ya en terreno patagónico y respuesto del shock andino, me puse a planificar mi aventura por el sur del mundo. Aunque el aterrizaje tuvo lugar en Punta Arenas, mi destino final era Puerto Natales y su archiconocido Parque Nacional de las Torres del Paíne. El parque, que es una de las principales atracciones de América del Sur, tiene montañas y glaciares espectaculares y requiere de al menos tres días de acampada para ser visitado en condiciones. Un servidor, que iba sólo, que hasta entonces había montado una tienda de campaña apenas dos veces en su vida y que ni si quiera viaja con botas de montaña (manda huevos que entre los 27 kilos de maleta que cargo no se me ocurriera meter unas botas), todo el asunto de la acampada a temperaturas gélidas le pillaba un poco de novato.

Pero como este mundo es un pañuelo (este blog lo ha confirmado en repetidísimas ocasiones) y esta vida está llena de casualidades, al entrar a una oficina de informaión me crucé con Vanessa, una de las ya míticas rapitencas que conocimos en la Full Moon Party en Tailandia. Vanessa y James (su novio, un irlandés auténtico que se había unido al viaje unos meses) tenían previsto acampar, por casualidad, los mismo días que el menda. Así que, sin tener que pensarlo demasiado, unimos fuerzas y preparamos el abordaje a las Torres del Paíne conjuntamente. Tras charlar con la gente más experta (y otros que se las daban de serlo) decidimos hacer una acampada de cuatro días, para hacer la ruta de la W, la más famosa, y que combina grandes vistas a las montañas con caminatas de ocho horas al dia. Compra de comida, prueba de tiendas, preparación de mochilas, etc, etc, y al ataque.

La ruta de la W, tal como la planeamos, consistía en tres días de caminata fuerte y un último día más relajado a las faldas de las Torres del Paíne, los picos que dan nombre al parque. El primer día caminamos hasta el Glaciar Grey, la reserva natural de agua natural dulce más grande del mundo después de la mismísima Antártida. La verdad es que en su momento me impresionó muchísimo pero a la postre quedaría aplastado por lo que vería apenas dos semanas después en el lado argentino de la Patagonia. La primera noche en la tienda fué dura, para que engañarnos, con mucho frío, mucha lluvia, mucho viento y pocas horas de sueño.

Bastante cansados amanecimos el segundo día, el más duro a priori y a posteriori, en el que teníamos pensado caminar hasta los Cuernos del Paíne, las montañas más altas y espectaculares del parque (por mucho que Las Torres sean las más célebres). Con lo que no contábamos era con la intensa lluvia que nos acompañó durante las primeras cuatro horas de caminata. Empapados hasta los huesos y con la sensación de tener el mismo frío que subiendo el Everest llegamos al refugio situado a los piés de Los Cuernos, que se encontraban totalmente cubiertos por las nubes. Ante el frío, la lluvia, el hambre, y la imposibilidad de ver las montañas con claridad, decidimos abortar la misión Cuernos del Paine y poner rumbo de vuelta al campamento base. Así otras cuatro horas de caminata, con algo menos de lluvia pero igual de mojados que las cuatro primeras. A la llegada al campamento, una dura ducha de agua fría (mal día para que se acabase el gas) y tres platos de sopita caliente para evitar el resfriado. Allí compartimos las anécdotas del día con, entre otros, Oscar y Ana, una pareja de españoles (Oscar catalán, Ana vitoriana que habla un catalán bastante mejor que el mío) que iban preparados como para escalar cualquier monte del Himalaya. (Oscar, Ana, ¿cómo/dónde estáis? Sois los más grandes).

Para el tercer dia, más lluvia, más frío, más sueño, más cansancio y ningunas ganas de pasar un día como el anterior. Así que, con el rabo entre las piernas pero con la máxima de "esto es para disfrutar no para sufrir" decidimos hacer trampa y coger un catamarán que nos llevó hasta la salida del parque, esta vez a salvo de la lluvia y el frío. Lo bueno del asunto es que desde el catamarán podían verse las Torres, Los Cuernos y todas las montañas cuyo nombre acabase en Paíne, lo que hizo valer bastante la pena el atajo. Y así nos fuimos de vuelta hacia Puerto Natales, dónde junto con Oscar y Ana nos dimos el capricho de cenar en la pizzeria La Repizza, en la que sirven unas pizzas, por cierto, recrudas. También a la vuelta de Torres del Paíne coincidimos con Eva, la otra rapitenca, que se iba de acampada al día siguiente. Unas cervezas, unas risas, y al sobre bien calentitos.

Desde Puerto Natales cogí, también junto a Vanessa y James, un autobús que nos llevaría hasta Ushuaia, en Argentina, famosa por ser la ciudad más al sur del mundo. Esto tiene truco en la palabra "ciudad", porque la pura realidad es que existen varios "pueblos" más al sur que Ushuaia. Tras quince horas de viaje debido a los trámites fronterizos y a haber cruzado el estrecho de Magallanes (vaya clásico) en ferry, llegamos a Ushuaia. Su gran atracción es el Parque Nacional de Tierra del Fuego, un parque que, aún estando bien, no es gran cosa si se compara con la espectacularidad del de Torres del Paíne. De hecho, lo que recordaré con más cariño de Ushuaia es el tiempo que pasé con James y con Vanessa, para mí, la pareja del viaje. A Vanessa ya la conocía, así que no fué una sorpresa. Quién si lo fué es James, un auténtico Fenómeno, con mayúscula. Este hijo de Irlanda es un auténtico showman y un saco sin fondo en lo que se refiere a chistes, trucos de magia y todo lo que se tercie para hacer reír al personal. Fueron unos días de no parar de reír con el tipo. Un personaje con el que hice muy buenas migas, de hecho. Incluso el día en que nos separamos no se cortó un pelo a la hora de ponerse a cantar en medio del hostal mientras yo le tocaba la guitarra. Dios los crea y ellos se juntan. La verdad es que de James podría escribir una entrada completa, pero como ya empieza a chapurrear español lo dejo para que él mismo escriba una entrada de chistes en un futuro.

En el hostal de Ushuaia hice amistad con Rafa y Pablo, dos hermanos de Medellín, Colombia, que aprovechaban dos meses de vacaciones para recorrer Suramérica de norte a sur, desde Colombia hasta Ushuaia, recorriendo parte del Amazonas en barco. Otros fenómenos.

De Ushuaia salí hacia el Calafate, más al norte, para visitar, ya sólo, una de los parajes naturales insignia de la Patagonia argentina: el glaciar Perito Moreno. De camino a el Calafate y tras curzar de nuevo el estrecho de Magallanes (esta vez viendo delfines desde el ferry), tuve que hacer un cambio de autobús en Río Gallegos, una aislada ciudad Argentina en la que aproveché para conectarme a internet y enterarme de que a Barbe le habían dejado sin cámara y sin un duro. Quedamos en que yo le enviaría dinero por correo el siguiente día laborable (era sábado), ya desde el Calafate.

Una vez en el Calafate, el domingo, organicé la visita al Perito Moreno. A falta de billetes de autobús (enero es mes de vacaciones en Argentina y los lugares turísticos están a reventar) quedé en compartir un taxi con una pareja de suizos, Michael y Christina, con los que pasé un gran día. Estos dos eran unos forretis suizos bien entrados en sus treintas pero que disfrutaban de la vida como si tuvieran dieciséis. Lo pasé en grande.

El glaciar es espectacular. ESPECTACULAR. Creo que nunca me he sentido tan pequeño como en el momento de ver de cerca ese bloque de hielo de casi 200 km cuadrados. El Perito Moreno es el único glaciar del mundo que crece cada año (el resto retroceden año tras año), y es por eso un espectáculo sin igual. Constantemente se oye el crugir de esa masa enorme y pueden verse grandes bloques de hielo caer al agua provocando un estruendo exagerado. Muy impresionante. A nivel de paisajes naturales, de lo mejor que he visto en este viaje.

Visitado el Perito Moreno el domingo, la del lunes fué una mañana de colas. Tenía que enviarle dinero a Barbe y la cosa que no fué fácil. Primero, porque en el Calafate sólamanente hay tres cajeros automáticos, y dos de ellos nunca tienen dinero; en el otro, como es de suponer, se forman unas colas que parecen las de un concierto de U2. Además, el dichoso cajero sólo deja sacar 300 pesos (unos 70 euros) de una vez y, como al pobre Barbe 300 pesos no le valían ni para comprarse pipas (necesitaba suficiente como para llegar a Buenos Aires), una vez hecha la cola de hora y media tuve que sacar dinero cuatro veces mientras el resto de la cola, que daba la vuelta a la manzana, me miraba con cierto odio...Ya con la pasta en mano, una cola de media horita en correos y todo arreglado.

Y hasta aquí puedo llegar hoy porque me están llamando para embarcar en un vuelo que no puedo perder.

Fotos finas: http://picasaweb.google.com/guillermo.de.prada2/PradaPatagoniaI#
Hasta pronto.

Un abrazo,

Prada