viernes, 6 de marzo de 2009

Prada - Patagonia (I)

Hola.

Lo primero es pedir disculpas (otra vez) por el desfase que este blog está sufriendo en las últimas fechas. Me toca asumir la culpa, ya que soy yo y no otro el que estos días está más perezoso a la hora de ponerse a escribir. Aunque suene a cachondeo, somos gente muy ocupada ;)

Y debido a ese retraso la siguiente crónica tiene comienzo en el ya obsoleto 2008.

29 de diciembre de 2008. Habiéndome dejado Barbe, Jorge y toda su tropa en Puerto Varas, Chile, me dirijí a Puerto Montt, un pueblo relativamente vecino a aquél, desde dónde cogería un ferry que me llevaría hasta la Isla de Chiloé, una apacible isla pesquera en el extremo norte de la patagonia chilena. Mi plan inicial era pasar un par de necesarios días de tranquilidad (Jorge nos había llevado por el mal camino noche tras noche) en Chiloé, pasar allí una tranquila noche de Fin de Año, y volver tranquilamente hasta Puerto Montt el 1 de enero para coger un avión que me llevaría hasta los terrenos helados de la Patagonia chilena, unos cuantos cientos de kilómetros al sur de Puerto Montt.

La isla de Chiloé resultó ser una tranquila (muy acorde con mi plan) islita de pescadores, poco edificada, y con unos platos a base de salmón que hacen por sí solos merecer la visita. El lugar perfecto para una Noche Vieja relajada. Una que, por cierto, no puedo ser. Resultó que el ferry que me debía llevarme de vuelta a Puerto Montt para coger mi avión el dia 1, no circulaba el primero de enero por motivos obvios (la verdad, no sé como no se me ocurrió), así tuve que dejar prematuramente Chiloé en un ferry hacia Puerto Montt a última hora del 31 de diciembre.

Y allí estava yo, llegando al pueblo más cutre, maloliente e incluso peligroso de Chile, a eso de las diez de la noche de un 31 de diciembre, sin alojamiento, sin cena, sin conocidos y por supuesto sin uvas. En un último intento por salvar la noche, busqué rápidamente un lugar asequible en el que hacer noche y salí en busca de un restaurante decente para, como diría Don Juan Carlos, tan señaladas fechas. Pero la noche estaba va ya perdida. Todo cerrado excepto un supermercado de barrio en el que, ya resignado, compré los dos plátanos que me tomaría a modo de cena un 31 de diciembre que nunca olvidaré por cómico.

Tras degustar la suculenta cena, salí a la calle con el ánimo de encontrar algún garito en el que brindar por el Nuevo Año camuflado entre chilenos. Pero como más vale irse a la cama a las once de la noche de un 31 de diciembre que irse a las dos de la mañana habiendo sido atracado y sin pantalones, a la tercera vez que escuché la palabra 'gringo' a mis espaldas decidí recoger velas e irme de vuelta al hostal, si es que el semiprostíbulo en el que me hospedé puede llamarse hostal.

Total, que a las once de la noche estaba ya en la cama y listo para dormir. Sólamente la compañía de la guitarra que por dieciocho euros había comprado una semana atrás (se deja tocar como una de trescientos) maquilló mínimamente la Noche Vieja más curiosa que habré pasado, y espero pasar, jamás. La realidad es que tampoco tenia sentido celebrar en exceso el 31 de diciembre de un año, éste, que para mí acaba a principios de junio a todos los efectos.

El 1 de enero, el primero desde hace muchos sin la tradicional resaca, me levanté bien prontito y puse rumbó al aeropuerto con una sola imagen en mente: las cumbres heladas de la Patagonia. Será cosa mía, pero sólamente el nombre ya me impone.

Lo que ví durante el vuelo, que me costó apenas 80 euros, no puede pagarse con dinero. Sobrevolar los andes fué impresionante. Una manta de montañas que parecía no acabar, lagos enormes, campos de hielo kilométricos, picos de más de 3.500 metros de altura, glaciares por doquier y hasta un volcán en erupción nos quitaron el aliento a todos los que tuvimos la suerte de volar en ese avión en ese día tan privilegiadamente despejado. Ahí quedan las fotos como testigos, aunque verlo con mis propios ojos fué una experiencia comparable con pocas otras. Bendito sea el momento del check-in en el que elegí ventanilla.

Así que nefasta salida de 2008 y gran entrada en 2009.

Aterrizado ya en terreno patagónico y respuesto del shock andino, me puse a planificar mi aventura por el sur del mundo. Aunque el aterrizaje tuvo lugar en Punta Arenas, mi destino final era Puerto Natales y su archiconocido Parque Nacional de las Torres del Paíne. El parque, que es una de las principales atracciones de América del Sur, tiene montañas y glaciares espectaculares y requiere de al menos tres días de acampada para ser visitado en condiciones. Un servidor, que iba sólo, que hasta entonces había montado una tienda de campaña apenas dos veces en su vida y que ni si quiera viaja con botas de montaña (manda huevos que entre los 27 kilos de maleta que cargo no se me ocurriera meter unas botas), todo el asunto de la acampada a temperaturas gélidas le pillaba un poco de novato.

Pero como este mundo es un pañuelo (este blog lo ha confirmado en repetidísimas ocasiones) y esta vida está llena de casualidades, al entrar a una oficina de informaión me crucé con Vanessa, una de las ya míticas rapitencas que conocimos en la Full Moon Party en Tailandia. Vanessa y James (su novio, un irlandés auténtico que se había unido al viaje unos meses) tenían previsto acampar, por casualidad, los mismo días que el menda. Así que, sin tener que pensarlo demasiado, unimos fuerzas y preparamos el abordaje a las Torres del Paíne conjuntamente. Tras charlar con la gente más experta (y otros que se las daban de serlo) decidimos hacer una acampada de cuatro días, para hacer la ruta de la W, la más famosa, y que combina grandes vistas a las montañas con caminatas de ocho horas al dia. Compra de comida, prueba de tiendas, preparación de mochilas, etc, etc, y al ataque.

La ruta de la W, tal como la planeamos, consistía en tres días de caminata fuerte y un último día más relajado a las faldas de las Torres del Paíne, los picos que dan nombre al parque. El primer día caminamos hasta el Glaciar Grey, la reserva natural de agua natural dulce más grande del mundo después de la mismísima Antártida. La verdad es que en su momento me impresionó muchísimo pero a la postre quedaría aplastado por lo que vería apenas dos semanas después en el lado argentino de la Patagonia. La primera noche en la tienda fué dura, para que engañarnos, con mucho frío, mucha lluvia, mucho viento y pocas horas de sueño.

Bastante cansados amanecimos el segundo día, el más duro a priori y a posteriori, en el que teníamos pensado caminar hasta los Cuernos del Paíne, las montañas más altas y espectaculares del parque (por mucho que Las Torres sean las más célebres). Con lo que no contábamos era con la intensa lluvia que nos acompañó durante las primeras cuatro horas de caminata. Empapados hasta los huesos y con la sensación de tener el mismo frío que subiendo el Everest llegamos al refugio situado a los piés de Los Cuernos, que se encontraban totalmente cubiertos por las nubes. Ante el frío, la lluvia, el hambre, y la imposibilidad de ver las montañas con claridad, decidimos abortar la misión Cuernos del Paine y poner rumbo de vuelta al campamento base. Así otras cuatro horas de caminata, con algo menos de lluvia pero igual de mojados que las cuatro primeras. A la llegada al campamento, una dura ducha de agua fría (mal día para que se acabase el gas) y tres platos de sopita caliente para evitar el resfriado. Allí compartimos las anécdotas del día con, entre otros, Oscar y Ana, una pareja de españoles (Oscar catalán, Ana vitoriana que habla un catalán bastante mejor que el mío) que iban preparados como para escalar cualquier monte del Himalaya. (Oscar, Ana, ¿cómo/dónde estáis? Sois los más grandes).

Para el tercer dia, más lluvia, más frío, más sueño, más cansancio y ningunas ganas de pasar un día como el anterior. Así que, con el rabo entre las piernas pero con la máxima de "esto es para disfrutar no para sufrir" decidimos hacer trampa y coger un catamarán que nos llevó hasta la salida del parque, esta vez a salvo de la lluvia y el frío. Lo bueno del asunto es que desde el catamarán podían verse las Torres, Los Cuernos y todas las montañas cuyo nombre acabase en Paíne, lo que hizo valer bastante la pena el atajo. Y así nos fuimos de vuelta hacia Puerto Natales, dónde junto con Oscar y Ana nos dimos el capricho de cenar en la pizzeria La Repizza, en la que sirven unas pizzas, por cierto, recrudas. También a la vuelta de Torres del Paíne coincidimos con Eva, la otra rapitenca, que se iba de acampada al día siguiente. Unas cervezas, unas risas, y al sobre bien calentitos.

Desde Puerto Natales cogí, también junto a Vanessa y James, un autobús que nos llevaría hasta Ushuaia, en Argentina, famosa por ser la ciudad más al sur del mundo. Esto tiene truco en la palabra "ciudad", porque la pura realidad es que existen varios "pueblos" más al sur que Ushuaia. Tras quince horas de viaje debido a los trámites fronterizos y a haber cruzado el estrecho de Magallanes (vaya clásico) en ferry, llegamos a Ushuaia. Su gran atracción es el Parque Nacional de Tierra del Fuego, un parque que, aún estando bien, no es gran cosa si se compara con la espectacularidad del de Torres del Paíne. De hecho, lo que recordaré con más cariño de Ushuaia es el tiempo que pasé con James y con Vanessa, para mí, la pareja del viaje. A Vanessa ya la conocía, así que no fué una sorpresa. Quién si lo fué es James, un auténtico Fenómeno, con mayúscula. Este hijo de Irlanda es un auténtico showman y un saco sin fondo en lo que se refiere a chistes, trucos de magia y todo lo que se tercie para hacer reír al personal. Fueron unos días de no parar de reír con el tipo. Un personaje con el que hice muy buenas migas, de hecho. Incluso el día en que nos separamos no se cortó un pelo a la hora de ponerse a cantar en medio del hostal mientras yo le tocaba la guitarra. Dios los crea y ellos se juntan. La verdad es que de James podría escribir una entrada completa, pero como ya empieza a chapurrear español lo dejo para que él mismo escriba una entrada de chistes en un futuro.

En el hostal de Ushuaia hice amistad con Rafa y Pablo, dos hermanos de Medellín, Colombia, que aprovechaban dos meses de vacaciones para recorrer Suramérica de norte a sur, desde Colombia hasta Ushuaia, recorriendo parte del Amazonas en barco. Otros fenómenos.

De Ushuaia salí hacia el Calafate, más al norte, para visitar, ya sólo, una de los parajes naturales insignia de la Patagonia argentina: el glaciar Perito Moreno. De camino a el Calafate y tras curzar de nuevo el estrecho de Magallanes (esta vez viendo delfines desde el ferry), tuve que hacer un cambio de autobús en Río Gallegos, una aislada ciudad Argentina en la que aproveché para conectarme a internet y enterarme de que a Barbe le habían dejado sin cámara y sin un duro. Quedamos en que yo le enviaría dinero por correo el siguiente día laborable (era sábado), ya desde el Calafate.

Una vez en el Calafate, el domingo, organicé la visita al Perito Moreno. A falta de billetes de autobús (enero es mes de vacaciones en Argentina y los lugares turísticos están a reventar) quedé en compartir un taxi con una pareja de suizos, Michael y Christina, con los que pasé un gran día. Estos dos eran unos forretis suizos bien entrados en sus treintas pero que disfrutaban de la vida como si tuvieran dieciséis. Lo pasé en grande.

El glaciar es espectacular. ESPECTACULAR. Creo que nunca me he sentido tan pequeño como en el momento de ver de cerca ese bloque de hielo de casi 200 km cuadrados. El Perito Moreno es el único glaciar del mundo que crece cada año (el resto retroceden año tras año), y es por eso un espectáculo sin igual. Constantemente se oye el crugir de esa masa enorme y pueden verse grandes bloques de hielo caer al agua provocando un estruendo exagerado. Muy impresionante. A nivel de paisajes naturales, de lo mejor que he visto en este viaje.

Visitado el Perito Moreno el domingo, la del lunes fué una mañana de colas. Tenía que enviarle dinero a Barbe y la cosa que no fué fácil. Primero, porque en el Calafate sólamanente hay tres cajeros automáticos, y dos de ellos nunca tienen dinero; en el otro, como es de suponer, se forman unas colas que parecen las de un concierto de U2. Además, el dichoso cajero sólo deja sacar 300 pesos (unos 70 euros) de una vez y, como al pobre Barbe 300 pesos no le valían ni para comprarse pipas (necesitaba suficiente como para llegar a Buenos Aires), una vez hecha la cola de hora y media tuve que sacar dinero cuatro veces mientras el resto de la cola, que daba la vuelta a la manzana, me miraba con cierto odio...Ya con la pasta en mano, una cola de media horita en correos y todo arreglado.

Y hasta aquí puedo llegar hoy porque me están llamando para embarcar en un vuelo que no puedo perder.

Fotos finas: http://picasaweb.google.com/guillermo.de.prada2/PradaPatagoniaI#
Hasta pronto.

Un abrazo,

Prada

2 comentarios:

Pablo Alvarez Correa dijo...

hombre guillermo...acabo de leer y de ver las fotos que tienes en picasa...no se si recuerdas algo de las palabras que te enseñamos porque voy a usar una: Que CHIMBA de fotos!!! ya veo porque decias que torres del paine sii valia la pena, saludos!

Anónimo dijo...

que grande!!!

La patagonia ha de ser increible!!!